Contexto histórico

Por Fernando Cana García

ANTECEDENTES Y REINADO DE FERNANDO III

El 1 de septiembre de 1253, reinando ya Alfonso X, el maestre de la Orden de Santiago Don Pelay Pérez Correa otorgó a la población de Santa Cruz de la Zarza la carta de poblamiento cuyo texto encontramos en el Libro de Privilegios. ¿Quiere esto decir que Santa Cruz comenzó entonces su andadura histórica como municipio con ayuntamiento propio e independiente? A juzgar por la información que nos ofrecen otros documentos parece que no fue así.

Es muy posible que la carta otorgada por Pérez Correa, bajo cuyo maestrazgo la Orden alcanzó su máximo apogeo en poder y prestigio, sólo fuera una ampliación de lo que hasta entonces había sido Santa Cruz. La mencionada carta asignó al municipio un término municipal en el que fueron integradas varias aldeas vecinas, de algunas de las cuales tenemos noticias escritas anteriores a la aparición en los documentos del nombre de Santa Cruz, como Testiellos, Villar del Sauco y el castillo de Albuher.

Pero, ¿qué era Santa Cruz antes de esa carta puebla? Por otro de los documentos recopilados en el Libro de Privilegios sabemos que en 1237 otro maestre de Santiago, Don Rodrigo Íñiguez, ya había concedido un privilegio a los vecinos de Santa Cruz, lo que significa que ya existía la población de este nombre, quizás como aldea de Ocaña o de Uclés.

Otro documento, no relacionado con el Libro de Privilegios, nos informa que en 1241 Santa Cruz ya era una encomienda de la Orden de Santiago, cuyo comendador llevaba por nombre Gonzalo Díaz (Porras Arboledas, P.: "La Orden de Santiago en el siglo XV", p. 234), por consiguiente la población no solo existía con ese nombre, sino que ya era independiente y constituía una encomienda antes de 1253, con un término que ahora desconocemos. ¿Por qué, entonces, fue dotada ese año de carta puebla, como si se tratara de un nuevo municipio? Parece más razonable pensar que el maestre Pérez Correa viera en Santa Cruz una población con futuro e hiciera una ampliación de su término, incluyendo en él aldeas de su entorno que estaban poco pobladas o despobladas y, en consonancia con la coyuntura de su tiempo, dotó al pueblo del derecho de mercado.

El motivo por el que el maestre Don Pelay Pérez Correa decidió otorgar esta carta en un territorio que estaba bajo dominio de la Orden de Santiago desde hacía más de 50 años, está relacionado con los avatares históricos por los que pasó toda la submeseta meridional desde que Alfonso VI de Castilla conquistara la ciudad de Toledo y parte de su reino en 1185. Es en ese escenario donde se fue configurando el mapa actual de poblaciones asentadas en la Mesa de Ocaña, el valle medio del Tajo y el noroeste de la provincia de Cuenca, en un complejo proceso de repoblación.

La conquista y repoblación de ese espacio geográfico supuso en principio el dominio castellano en la parte central y nororiental del reino taifa de Toledo. Ese reino era la más grande de las taifas en que había quedado dividido el territorio del califato de Córdoba tras su desintegración en 1035; abarcaba casi toda la meseta sur, a excepción de Extremadura, y tenía sus núcleos de población más destacables y sus fortificaciones más estratégicas en el valle del Tajo y sus proximidades: Toledo, Talavera, Santaver, Cuenca y Guadalajara, por citar las más importantes, y una línea de fortificación en la orilla meridional del Tajo, heredada de la época del Califato, que en las proximidades de Santa Cruz se componía de grandes fortalezas como Zorita de los Canes y Oreja, y castillos menores como Algarga, Alharilla, Albuher, Biezma, Torrique y Aceca, a cuya retaguardia, a su vez, se encontraba otra línea de atalayas o torres defensivas y de señales, junto a una de las cuales surgió la aldea que luego llevaría el nombre de Santa Cruz de la Zarza, y otras poblaciones del borde de la Mesa de Ocaña, unidas por una vía de comunicación que enlazaba Toledo con Santaver, cuya localización es imprecisa, pero era capital de una cora situada dentro del área noroeste de la provincia de Cuenca.

Santa Cruz no aparece citada con claridad en los textos cristianos antes de 1210, año en el que se entabla un pleito entre la Orden de Santiago y el obispado de Cuenca por los diezmos de varias iglesias, entre ellas la de Santa Cruz, pero no sabemos cuánto tiempo existía una población con ese nombre. Samuel Ruiz Carmona, en su obra "Los caminos medievales de la provincia de Toledo" (p. 152) asegura que hay un documento de 1175 en el que aparece citada Santa Cruz, pero no especifica más.

El primer siglo de ocupación de la zona por los cristianos es una época muy convulsa y difícil para la repoblación, en la que se producen avances y retrocesos por las acometidas de los almorávides y los almohades. Hasta la derrota de éstos por Alfonso VIII en 1212, en las Navas de Tolosa, la tarea de repoblar y defender la comarca pasó por distintas manos y responsabilidades. El proceso se puede dividir en tres fases:

En la primera fase fue entregado parte del territorio próximo a Santa Cruz y de su actual término (con claridad Villaverde, Montrueque y el terreno más próximo al Tajo) al obispado de Toledo en 1099, como parte integrante de la llamada Rinconada de Perales; la embestida almorávide en la zona desde 1090, y especialmente entre 1107 y 1114, devolvió el territorio a dominio musulmán, llegando los musulmanes hasta Rivas y Alcalá de Henares.

La segunda fase coincidió con la crisis del imperio almorávide (1118-1146), el reinado de Alfonso VII (1126-1157) y el principio del reinado de Alfonso VIII (1158-1214). Alfonso VII inició una serie de campañas por las que volvió a ser conquistada la zona y hubo un intento de repoblación de tipo concejil, a imitación de los realizados entre el Duero y el Sistema Central, para lo cual dotó a Oreja de fuero en 1139, y de un alfoz en el que estaba incluido el término de Santa Cruz o gran parte de él, dada la imprecisión de límites al respecto de los documentos de la época; intento que también se llevaría a cabo en Ocaña en 1156. Pero esa repoblación fracasó de nuevo ante la acometida almohade en La Mancha y tanto Alfonso VII como el VIII intentaron una repoblación de tipo nobiliar: los poblados y castillos existentes son encomendados a diversos nobles, que en muchos casos no pueden sostener la tarea de defensa y los ceden a

otros o los abandonan a su suerte; es el caso, por ejemplo del castillo de Albuher, entregado por Alfonso VII al Conde Ponce en 1151; éste se lo cedió, con la venia de Alfonso VIII, a Sancho Ochar en 1161; éste a Otón, conde de Almería, quien, al parecer, lo cedió a la Orden de Santiago.

La tercera fase fue bajo el reinado de Alfonso VIII -a partir de 1171 y coincidiendo con lo más duro del ataque almohade a la zona-, quien encomendó la tarea de defender y repoblar la comarca a la Orden de Santiago, mediante la entrega de destacados castillos (Mora y Oreja en 1171 y Alharilla en 1172), entrega que luego sería ampliada a otros castillos y territorios.

Una vez asentada la Orden de Santiago en Castilla, el proceso de repoblación del área geográfica de Santa Cruz pasó a su competencia y se organizó en torno a dos polos:

- Ocaña, repoblada con su primer fuero en 1156 por Alfonso VII, en 1182 pasaría a ser dominio de la Orden de Santiago, en un cambio con la de Calatrava, bajo el reinado de Alfonso VIII, y sería dotada del segundo fuero en 1183.

- Uclés, adquirida para Castilla definitivamente por el mismo Alfonso VII (1157), en una permuta con el rey Lobo de Murcia, y entregada por Alfonso VIII a la Orden de Santiago en 1174, año en que fue dotada de fuero, pasando poco después a ser la sede principal de la Orden.

Santa Cruz se configuró como municipio autónomo entre estos dos centros principales; en su origen no sería más que una de las aldeas que poblaban el alfoz de Ocaña, tan extenso que algunos autores llevan sus límites hasta el de Uclés y Zorita, aunque partes de su actual término, el monte y el territorio de la desaparecida aldea de Testiellos, estaban integrados a principios del siglo XIII en el alfoz de Uclés.

Pero su existencia como población está llena de incertidumbre en el período que va desde mediados del siglo XII hasta 1240, cuando sabemos que ya era cabeza de una encomienda de la Orden, por lo que cabe afirmar con bastante certeza que la carta puebla de 1253 no sea más que una ampliación de su territorio inicial, tuviera éste un fuero que lo gobernara o no, porque en esta época de tanta mudanza hubo cabezas de encomienda que no tuvieron fuero -o al menos no los conocemos-, como Viloria, y poblaciones dotadas de fuero, como Oreja, que acabaron como pequeñas aldeas de otro término municipal, Noblejas en este caso. Con respecto al contexto geohistórico en que surge y se desarrolla el municipio de Santa Cruz, nuestra atención debe centrarse en un área geográfica convertida por las circunstancias históricas en una especie de vivero de pueblos, en el que unos progresaron, otros desaparecieron por completo, otros quedaron como pequeños caseríos, y otros surgieron después en terreno nunca habitado o sobre las ruinas de antiguas aldeas. Y todo ello enmarcado en unos condicionantes políticos y económicos como las guerras, los litigios entre la Orden de Santiago y los obispados de Toledo y Cuenca, la fertilidad de los campos y otros recursos naturales, las vías de comunicación naturales o trazadas por el hombre desde tiempos remotos, los pasos del río Tajo, etc.

Este último es precisamente el que explica por qué en 1237 el maestre Don Rodrigo Íñiguez hubo de conceder a los vecinos de Santa Cruz el privilegio de exención de pago de barcaje en Fuentidueña. Fernando III en 1223 había concedido a la Orden de Santiago un monopolio sobre el paso del río, por el que los ganados y mercancías que cruzasen el Tajo en este tramo habrían de hacerlo solamente por los puentes de Zorita y Toledo o por la barca de Alharilla, a fin de que la Orden pudiera controlar el paso y cobrar los peajes correspondientes; luego habría más barcas: Montrueque, Buenamesón, Villamanrique, Villaverde, San Bartolomé y Oreja, pero sólo se podían instalar con autorización de la Orden y pagando a la misma un canon conocido con “hilo del agua”, derecho que se mantuvo hasta su abolición definitiva por los liberales en el reinado de Isabel II. Como vemos en el escrito de 1237, el maestre Íñiguez exonera a los vecinos de Santa Cruz y demás vecinos de pueblos de la Rivera del Tajo del pago de barcaje en Fuentidueña, siempre que no fuesen mercaderes.

Cuando, en 1253, el maestre Don Pelay Pérez otorga a Santa Cruz la carta puebla contenida en su Libro de los Privilegios, ya las fronteras con el islam, que en el siglo XII habían estado en La Mancha, estaban muy alejadas; la victoria cristiana en Las Navas de Tolosa en 1212, había

abierto las puertas de Andalucía, y desde la conquista de Sevilla el valle del Guadalquivir era de dominio cristiano, mientras que el territorio musulmán había quedado reducido al reino de Granada. Las invasiones norteafricanas habían dejado de ser una amenaza inminente, más remota aún cuando casi un siglo después la corona de Castilla dominó el estrecho de Gibraltar al tomar Algeciras en 1344. El largo maestrazgo de Don Pelay es el momento de mayor auge de la Orden de Santiago, pues sus dominios en La Mancha y Extremadura se vieron acrecentados con los que recibió en Andalucía; la paz conseguida en la llamada Rivera del Tajo, después de tantas calamidades, favorece la repoblación con la llegada de nuevos colonos procedentes del norte y hace posible la división de los enormes alfoces iniciales en términos municipales más acordes con la cuantía de sus pobladores y con una explotación más intensa de los recursos agrícolas. Las nuevas divisiones darían a la larga problemas de límites y de aprovechamiento de montes, como recoge el Libro de Privilegios.


ALFONSO X y SANCHO IV

Después del período de expansión territorial que supuso el reinado de Fernando III, el de su hijo, Alfonso X, aunque incorporó a la corona de Castilla nuevos territorios, como el reino de Murcia y el condado de Niebla, se caracterizó más por ser un período de consolidación y organización interior. El rey sabio creó un corpus jurídico, Las Partidas, y propició un ambiente cultural sin precedentes en Castilla; no obstante al final tuvo problemas de gobierno con la nobleza levantisca que buscó en la persona de su hijo Sancho un relevo en el trono. A partir de ahí entramos en los prolegómenos del estancamiento y posterior crisis generalizada de Castilla, que sería más intensa desde mediados del siglo XIV. Durante este reinado Santa Cruz fue dotada de la carta puebla por el maestre Pérez Correa y vio confirmados los privilegios concedidos en tiempos de don Rodrigo Íñiguez por el maestre Don Gonzalo Ruiz Girón en 1277.

La primera mitad del siglo XIV se presenta en Castilla como un anticipo de los graves problemas que la afectarían entre 1348 y el reinado de los Reyes Católicos.

No hay en el Libro de Privilegios de Santa Cruz ningún documento fechado durante el reinado de Sancho IV, pero hay que advertir, de cara a lo que se avecina, que no fue un reinado tranquilo. El rey llegó al trono pese a la oposición de su padre y desató una lucha sucesoria contra él y, después de su muerte, contra los herederos de su hermano Fernando y contra otro de sus hermanos, Juan, en la que intervinieron los reyes de Aragón y los benimerines marroquíes.

FERNANDO IV

La muerte de Sancho fue prematura y dejó como heredero a su hijo Fernando IV con 10 años de edad, por lo que, dados los precedentes de guerras intestinas entre la nobleza y la corona en Castilla por la cuestión sucesoria, su minoría de edad, regida por su madre María de Molina, fue muy problemática. No obstante, la reina madre consiguió mantener a raya a los enemigos de su hijo e impidió en varias ocasiones que fuera destronado. Durante este reinado no parece que hubiera grandes problemas en Santa Cruz; el único documento de la época que se conserva en el Libro de Privilegios es el acuerdo entre su ayuntamiento y el de Viloria en lo referente a la explotación de pastos, caza y leña de ambos términos en común.

ALFONSO XI

A la muerte de Fernando en 1312 le sucede su hijo Alfonso XI, que contaba un año de edad, por lo que la minoría fue de nuevo problemática; las disputas e intrigas ahora se establecen, más que por usurpar su trono, por controlar la regencia, asumida al año siguiente por su tío abuelo Don Juan y por su tío Don Pedro, y tutelada por su madre Doña Constanza de Portugal y, al morir ésta, por su abuela Doña María de Molina. La constitución en 1315 de la Hermandad General en las Cortes de Burgos dio cierta seguridad a la regencia al declararse las ciudades castellanas partidarias del apoyo al rey. No obstante, a la muerte de sus regentes en 1319, en campaña contra el reino de Granada, y de su abuela en 1321, vuelven los enfrentamientos entre sectores de la nobleza y se producen

saqueos, llevados a cabo por los nobles y desde el reino de Granada. Uno de ellos se produjo cerca de Santa Cruz, en Buenamesón, que ya era villa de la Orden de Santiago. En 1319 sufrió un ataque destructivo por parte de otro miembro de la Orden de Santiago, el comendador de Segura, Rodrigo Yáñez de Mejía y su hueste, quienes además de los daños materiales causados a casas, capilla y molinos, robaron cruces y vasos sagrados, hirieron a algunos de sus defensores vinculados al monasterio de Uclés y se llevaron como rehenes a otros. Estos hechos dieron lugar a la excomunión de Yáñez por bula del papa Juan XXII en 1320.

En 1325 Alfonso es declarado mayor de edad y el resto de su reinado, hasta 1350, será un período de afianzamiento de la corona frente a la nobleza levantisca y de las fronteras de Castilla frente a las invasiones procedentes de Marruecos, al controlar definitivamente el Estrecho mediante la conquista de Algeciras (1344).

Su mayor mérito en el plano interno fue sin duda el corpus legislativo redactado en 1348 y conocido como Ordenamiento de Alcalá, mediante el cual se inicia el camino para centralizar el poder del reino en la figura del monarca; es el primer paso hacia la monarquía autoritaria que consolidarían definitivamente los Reyes Católicos. Pero antes de su muerte Alfonso XI hubo de vivir otra catástrofe: el comienzo de la peste negra en ese mismo año de 1348, que acabaría costándole la propia vida dos años después.

Los documentos de Santa Cruz correspondientes a este reinado reflejan muy bien las vicisitudes por las que atravesaba la Corona de Castilla; el de 1322, aún bajo la minoría de edad, es una intervención del maestre de Santiago a favor del municipio que era víctima de abusos por su propio comendador; es el momento en que parte de la nobleza castellana hacía lo mismo en otros lugares: saquear impunemente pueblos, como el mencionado caso de Buenamesón, o someterlos a prestaciones abusivas. En cambio los documentos de 1338 y 1344 reflejan la más absoluta normalidad; en ambos casos se trata de cartas de confirmación de privilegios por dos maestres distintos.

PEDRO I

Durante el reinado de Pedro I se desarrolla plenamente la crisis de la Baja Edad Media, crisis que, con altibajos, se mantendrá hasta finales del siglo XV cuando acceden al poder los Reyes Católicos. En este tiempo se potencian los tres grandes males que acuciaban a las sociedades preindustriales: la peste, el hambre y la guerra.

La peste Negra ya había hecho su aparición desde 1348 de forma muy virulenta en las costas del Mediterráneo y en Galicia. El rey Alfonso XI había muerto a causa de la epidemia en 1350 en el sitio de Gibraltar. Aunque al interior peninsular no le afectó tanto, se estima en un 25% el descenso de la población en la Meseta. La epidemia se mantuvo activa durante casi todo el siglo con oleadas cada 8 o 10 años, aunque cada vez tenía menos mortandad, tal vez debido a que la población fue aumentando su inmunidad ante los gérmenes causantes.

Desde finales del siglo XIII la población europea estaba creciendo a mayor ritmo que los recursos; cualquier factor nuevo podía romper el frágil equilibrio alcanzado. Las malas cosechas por sequía y otros trastornos climáticos, como el enfriamiento excesivo que comenzó con el siglo XIV y que en Europa ha sido denominado Pequeña Edad del Hielo, contribuyeron a hacer una población más vulnerable a las epidemias, y, en consecuencia, nada favorable a la recuperación de habitantes; por el contrario, fue frecuente el abandono de pequeños pueblos y aldeas en un proceso de despoblamiento que afectó a casi toda Europa, y con consecuencias nefastas para la economía; el historiador francés Robert Fossier, en investigación llevada a cabo en una región con cierta prosperidad como Picardía, pudo establecer que un 10% de la población campesina estaba en la miseria; un 30% en penuria; un 40% gozaba de poca seguridad económica, y solo el 20% gozaba de cierto desahogo. La situación también era pésima para las relaciones entre los distintos grupos sociales: la nobleza se enfrentaba a los monarcas porque éstos pretendían imponer su poder sobre aquella; los campesinos contra sus señores feudales; los cristianos contra la minoría judía a la que el clero señalaba como culpable de la situación por considerarla un castigo divino.

Si a esos dos factores unimos las guerras, la situación no puede ser peor. Como trasfondo de la situación en España estaba la Guerra de los Cien Años (1337-1453), entre Francia e Inglaterra, en la que los reinos peninsulares se vieron envueltos, en apoyo de uno u otro bando. Pedro I tuvo desde el comienzo de su reinado enfrentamientos graves con la nobleza castellana, a la que trataba de imponer su poder, la cual tenía entre sus líderes a varios de los numerosos hermanastros ilegítimos a los que su padre Alfonso XI había dotado de importantes señoríos y títulos, como son los casos de Don Fadrique, nombrado maestre de Santiago con diez años, y Enrique, Conde de Trastámara y señor de Lemos y Sarria en Galicia, quien acabaría destronando y asesinando a Pedro.

Como consecuencia indirecta de la guerra en Europa, Castilla entró en conflicto con la corona de Aragón en la llamada guerra de los dos Pedros. Al rebufo de ambas contiendas, el hermanastro de Pedro I, Enrique de Trastámara, que pretendía el trono de Castilla desde que muriera Alfonso XI, se rebeló contra su hermanastro, el legítimo rey, con apoyo de Francia y Aragón, y desencadenó una guerra fratricida, de momento a favor de Pedro, que lo derrotó en Nájera en 1360. Firmada la paz con Aragón, Pedro comenzó otra guerra con el reino de Granada, y dos años después fue atacado de nuevo por su hermanastro Enrique, ayudado por un ejército mercenario, las Compañías Blancas, traídas de Francia y mandadas por Beltrán Duguesclin. La contienda terminó en una lucha cuerpo a cuerpo entre ambos, en la que Duguesclin intervino asesinando a Pedro.

En esta situación Castilla atravesó por una coyuntura socioeconómica muy desfavorable; se produjo un proceso de despoblamiento que afectó en gran medida al área geográfica que rodea a Santa Cruz; quedaron despobladas definitivamente las aldeas que habían sido la base del poblamiento musulmán y de los primeros tiempos de la conquista cristiana: Testillos, Villar del Sauco, Viloria, Villahandín, La Cueva, Biedma, Posadas Viejas, Albuher, Valdepuerco, Fuesauco, Salvanés y Buenamesón que quedó reducido a una finca de recreo de la Orden. Sin embargo, otros centros de población fueron el refugio para quienes huían o fueron expulsados de esas poblaciones: Colmenar de Oreja, Villarejo de Salvanés, Fuentidueña, Ocaña, Villarrubia, Santa Cruz, Tarancón, Cabeza Mesada, Corral de Almaguer, Noblejas… Quizás sea consecuencia de esta nueva estructura poblacional la intervención de la Orden en 1366 para delimitar los términos de Santa Cruz, Montealegre, Corral y La Cabeza.

ENRIQUE II

Su llegada al trono, de forma violenta y con ayuda de Francia y de importantes sectores de la nobleza, le obligaron a hacer concesiones que debilitarían el poder de la Corona frente a los nobles, a los que necesitaba para hacer frente al rey de Portugal Fernando I, hijo legítimo de Pedro I de Castilla, con el que mantuvo tres guerras entre 1369 y 1382, y a Juan de Gante, casado con una hija de Pedro I, quien al ser duque de Lancaster contaba con la ayuda de Inglaterra; todo ello envuelto en la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, en la que intervino directamente la escuadra castellana, cuyo almirante Ambrosio Bocanegra consiguió una importante victoria sobre la inglesa en La Rochela.

Pese a este estado de guerra generalizado, Enrique II consiguió recomponer interiormente el reino, fortalecer la administración real, proteger a la minoría judía frente a abusos de la nobleza y el odio del pueblo azuzado por la Iglesia, y convocar Cortes con cierta frecuencia, especialmente las de Toro de 1371, terceras de su reinado, que adoptaron el aire de una Asamblea legislativa, y el rey intentó que fueran una continuación de las reunidas en Alcalá en tiempos de su padre (1348), donde fue promulgado el mencionado Ordenamiento, para asegurarse la legitimidad de su reinado. Todo este proceso de pacificación interna se vio favorecido por la intervención del papa Urbano V, quien propició el encuentro y acuerdos entre los distintos reinos peninsulares empeñados en guerras o en tensiones fronterizas. La llegada a Castilla de legados pontificios con esa misión fue muy bien recibida por Enrique, quien veía en ello el espaldarazo a la legitimación de su reinado.

Como se puede observar en los privilegios que durante este reinado le fueron concedidos a Santa Cruz, los abusos de la nobleza no iban dirigidos solo contra las minorías sociales; de nuevo hubieron de intervenir los maestres de Santiago para proteger a los vecinos del pueblo de abusos cometidos por su propio comendador y de otros cometidos por el vecino comendador Mayor de Castilla, que a la sazón estaba construyendo entonces el castillo de Fuentidueña, aunque ya la casa principal la tenía en Villarejo.

JUAN I

El reinado de Juan I comienza con los problemas que había heredado de su padre: implicación en la Guerra de los Cien Años, conflictos con Portugal y reorganización interna del reino. En el ámbito internacional es un importante aliado de Francia en la guerra que mantiene con Inglaterra; la escuadra castellana siguió participando junto a la francesa en el ataque y saqueo de ciudades costeras inglesas, llegando a amenazar a la ciudad de Londres. En ese contexto de relaciones no es extraño que Juan I se alineara con los franceses en defensa del papa de Avignon, Clemente VII, al producirse el cisma de la Iglesia católica, y se sometiera a su obediencia.

En las relaciones con los otros reinos cristianos peninsulares, consigue una situación estable con Aragón mediante su matrimonio con la princesa Leonor, hija de Pedro IV, de cuyo enlace nacerían dos reyes: Enrique III de Castilla y Fernando I de Aragón, conocido como el de Antequera, por haber conquistado esta población al reino de Granada.

También consiguió la paz con Navarra, cuyo rey Carlos III estaba casado con su hermana Leonor, e intentó afianzar las relaciones amistosas con Portugal casándose en segundas nupcias con Beatriz, heredera del trono de Portugal.

Sin embargo, esta pretensión suya de llegar a ser rey de Portugal le costaría una guerra de desgaste, con implicaciones internacionales, de la que salió derrotado en Aljubarrota. El proceso estuvo plagado de intrigas, traiciones y cambios de bando de la nobleza lusa, hasta que Juan, Maestre de la orden de Avis, hermano del rey Fernando I, consiguió aglutinar a un importante sector de la nobleza que se oponía a la unión con Castilla, e incluso a parte de los castellanistas y, sobre todo, contó con el apoyo de la burguesía de la costa portuguesa y con el de Inglaterra, enemiga de Castilla en el marco de la Guerra de los Cien Años.

Un año después de Aljubarrota Juan I hubo de hacer frente a un ataque desde Galicia por parte del duque de Lancaster, Juan de Gante, yerno de Pedro I y viejo aspirante al trono de Castilla, que había establecido su corte en Orense. Pero el ataque no progresó y, finalmente, se llegó a un acuerdo en Bayona, por el que Catalina, hija del duque de Lancaster casaría con el príncipe y futuro rey de Castilla, Enrique III; así se puso fin al conflicto sucesorio comenzado con la muerte de Pedro I de Castilla.

En el ámbito interno Juan I prosiguió la labor de centralización política, iniciada por Alfonso XI mediante el Ordenamiento de Alcalá en 1348 y continuada por su padre en las Cortes de Toro de 1371; entre los avances en ese sentido hay que mencionar la creación del Consejo Real; la reforma de la Audiencia, tribunal supremo de apelación creado por su padre, y la reforma también de las Hermandades, destinadas a garantizar el orden público más allá de los límites de la autoridad local, que abarcaba todo el reino con la finalidad de perseguir y capturar delincuentes; de este modelo surgiría la Santa Hermandad fundada por los Reyes Católicos.

Hay un solo documento entre los privilegios de Santa Cruz, correspondiente al reinado de Juan I, relacionado con unos vecinos de Tarancón que fueron sorprendidos cazando en término de Santa Cruz. En esa época –y hasta mucho después- la caza era para la nobleza un ejercicio de entrenamiento para la guerra, después del cual indudablemente comían las piezas cobradas; era caza mayor o volatería con halcones. No parece, por los nombres y por estar presentes en el juicio, que esos cazadores de Tarancón fueran nobles, sino que se dedicarían a la caza furtiva. Los campesinos practicaban la caza cuando no tenían demasiado que hacer en la agricultura y lo hacían. más que nada. con trampas, pero existía cierto número de cazadores que practicaban la caza furtiva como modus vivendi; éstos, armados de ballestas, azagayas y cuchillos, acosaban a las presas con perros y, a diferencia de los nobles, lo hacían a pie, de aquí que fueran prendidos con facilidad. Lo más probable es que estos

cazadores sorprendidos por las guardas de Santa Cruz fueran furtivos profesionales y por eso se habían desplazado relativamente lejos de su pueblo; no olvidemos que estamos en una época de escasez y la caza era mucho más abundante que ahora.

ENRIQUE III

Llegó al trono con 13 años, por lo que hubo de constituirse un consejo de regencia, en el que el arzobispo de Toledo, Pedro Tenorio, hubo de esforzarse para terminar con las rencillas entre los miembros de la alta nobleza que se disputaban los cargos. Al llegar a su mayoría de edad, Enrique intervino con energía -apoyándose en la pequeña nobleza- en la contienda entre los dos sectores que se disputaban el control del poder para hacerse con la posible influencia sobre el joven rey. La intervención de Enrique acabó haciendo desaparecer de la escena política castellana al grupo de sus parientes conocido como epígonos Trastámara.

También contribuyó a la pacificación interior del reino, atajando, mediante penas y detenciones primero y una legislación adecuada después, los levantamientos antijudíos que comenzaron en Sevilla en 1391 y que se extendieron a toda Andalucía y la Meseta Sur, como consecuencia directa de las predicaciones fanáticas del arcediano de Écija, quien aprovechó para sus fines el descontento de la población por la difícil situación económica, y el “vacío de poder” existente en Castilla por la falta de acuerdo entre los miembros del Consejo de Regencia. Las consecuencias no pudieron ser más calamitosas para la comunidad hebrea sevillana: robos, asesinatos y conversiones forzadas dejaron su número reducido de más de 5000 miembros a unas cuantas decenas; su barrio quedó prácticamente arrasado. Enrique III al llegar a su mayoría de edad, además de disponer leyes de protección, ordenó la detención del arcediano de Écija e impuso a la ciudad de Sevilla una multa tan cuantiosa que estuvieron pagándola durante diez años. Aunque en la Mancha la oleada antijudía no fue tan fuerte, hubo juderías como la de Huete que también fue objeto de actos violentos como consecuencia de los cuales había desaparecido a finales del siglo XV. Parece, sin embargo, que la judería de Santa Cruz no fue tan castigada, pues a finales de ese siglo aún contaba con una comunidad hebrea, como también las había en Uclés, Ocaña y Corral de Almaguer.

En el terreno internacional se produjo una etapa de paz relativa, pues su matrimonio con Catalina de Lancaster facilitó una relación pacífica -si no amistosa- con Inglaterra que, a su vez, vivía una tregua con Francia.

Sin embargo volvieron los conflictos con Portugal, cuyas tropas llegaron a conquistar Badajoz, mientras Enrique aprovechó su superioridad marítima para hostigar y apresar naves portuguesas.

También comenzó una campaña contra el reino de Granada, pero murió sin ver culminar sus aspiraciones de conquista.

Por otro lado este reinado representa el momento en que Castilla comienza su expansión por el Atlántico y el norte de África, con la exploración de las islas Canarias por Jean de Béthencourt, la conquista de Fuerteventura y la destrucción de una base pirata cercana a Tetuán.

Los documentos del Libro de Privilegios de Santa Cruz, fechados durante este reinado se refieren de nuevo a la confirmación de privilegios anteriores y a temas menores: conflictos con pueblos vecinos causados por aprovechamiento de montes, leña, pastos y caza, que el maestre de Santiago Don Lorenzo Suárez resuelve a favor del pueblo.

JUAN II

A la muerte de Enrique III su hijo Juan tenía poca más de un año de edad, por lo que se estableció una regencia dirigida por su madre, Catalina de Lancaster, y su tío Fernando de Antequera, quienes llegaron al acuerdo de dividir administrativamente el reino en dos partes.

Los regentes no respetaron la voluntad de Enrique III sobre las minorías étnicas y legislaron duras normas contra las comunidades judía y morisca.

En política exterior trabajaron a favor de un acercamiento con Inglaterra y Portugal y relanzaron la guerra contra el reino musulmán de Granada, fruto de la cual fue la conquista de Antequera (1410) que daría al infante Fernando su sobrenombre.

En 1412, tras la muerte de Martín I sin descendiente directo, fue nombrado rey de Aragón en el Compromiso de Caspe su sobrino el Infante Fernando de Antequera, iniciándose así la dinastía Trastámara en Aragón.

La regencia de Castilla siguió siendo ejercida por la Reina Catalina, controlada, más que auxiliada, por hombres de confianza del infante Fernando, convertido en rey de Aragón, hasta su muerte en 1418; pocos meses después, en 1419, Juan II fue declarado mayor de edad con 14 años.

Hay cuatro documentos del libro de privilegios de Santa Cruz fechados en este período de regencias; uno, habitual: la confirmación de privilegios anteriores y defensa de leñas del monte, mediante la subida de las penas, ante las cortas realizadas por vecinos de otros pueblos; otro de colocación de mojones en el límite entre Tarancón y Santa Cruz; otro relacionado con la caza en Viloria, cuyo término estaba arrendado por despoblamiento de la aldea, y el cuarto una sentencia a favor del pueblo por la que los vecinos quedaban exentos de pagar portazgo, diezmo o derecho alguno, cuando acudían los miércoles al mercado, reconociendo así un privilegio concedido por el maestre Fernando Ozores. Estos problemas son comprensibles dentro del contexto histórico de una época de indigencia: la caza furtiva, la corta de leña, aún sabiendo que había multas por ello, el abuso de los poderosos y la clarificación de límites para que cada municipio pudiera defender sus derechos sin pleitos interminables.

Con la mayoría de edad de Juan II se inicia un período de 35 años de gobierno directo del monarca en el que se reproducen muchos de los problemas anteriores. Destaca ahora la aparición de un personaje muy controvertido de nuestra historia: Don Álvaro de Luna, quien actuaría como privado del rey entre 1420 y 1453, defendiendo la institución monárquica, pero también trepando en la escala de poderes del reino, hasta que las intrigas de muchos personajes de la corte y la presión de la reina consiguieron que Juan II lo repudiara y en una pantomima de juicio fue condenado y ejecutado.

En el orden interno, el reinado de Juan II es un nuevo episodio en la pugna entre la corona y la alta nobleza, apoyada por los infantes de Aragón, primos y cuñados del rey. Juan II había contraído matrimonio a la edad de 15 años con su prima hermana María de Aragón, hija de Fernando de Antequera, en 1420. Los infantes de Aragón, nacidos todos en Castilla cuando su padre era infante de esta corona, eran personajes muy poderosos; el penúltimo, Sancho, murió con 16 años, pero con 8 había sido nombrado maestre de la Orden de Alcántara; los dos mayores, Alfonso y Juan, fueron respectivamente reyes de Aragón y de Navarra; el tercero de los varones, Enrique, y el más joven, Pedro, fueron encargados por su padre del control sobre el gobierno de Castilla cuando él se convirtió en rey de Aragón, control que Enrique, cinco años mayor que Juan II, hizo efectivo en 1420 mediante el llamado golpe de Tordesillas, en el que entró por la fuerza al palacio del rey y le obligó a aceptar su tutela y apartó de la corte a los nobles que no le eran afines.

Enrique y Pedro, con el apoyo de sus hermanos reyes, fueron los más firmes oponentes al gobierno de Juan II, al que siempre trataron de manejar a su antojo mientras estuvieron en Castilla; Enrique, maestre de Santiago, y Pedro, duque de Alburquerque, tenían en Castilla un enorme poder y fueron utilizados por la nobleza oligárquica en sus enfrentamientos con la corona.

Álvaro de Luna, que en una acción de fuga había liberado al rey del control de sus primos, consiguió convertir la lucha en un enfrentamiento entre Castilla y Aragón, y tras la tregua de Majano (1430) consiguió expulsarlos de Castilla. Al año siguiente emprendió una campaña contra el reino de Granada, pero, pese a algún éxito menor, no consiguió repetir el triunfo de Antequera como deseaba para prestigiar su figura en la corte. Los oligarcas de la nobleza comenzaron a ver en él su principal enemigo y no dudaron en unirse a los infantes de Aragón para intentar derribarlo del poder; mediante intrigas en la corte consiguieron desterrarlo, pero volvió a Castilla y reorganizó un grupo partidario de la corona integrado por algunos nobles y el pueblo llano. Estos enfrentamientos alcanzaron su plenitud en la batalla de Olmedo en 1445, en la que fueron derrotados los nobles castellanos contrarios a Juan II, apoyados por el rey Juan de Navarra, que era uno de los infantes de Aragón y luego su rey con el nombre también de Juan II. Otro de los infantes de Aragón, Enrique, artífice de la pugna contra Juan II de Castilla, murió a consecuencia de las heridas sufridas en la batalla; hasta entonces, a pesar de todos los actos contra el rey en que participó, siguió siendo maestre de la Orden de Santiago.

Pese a haber triunfado, después de la batalla de Olmedo comienza el declive de Álvaro de Luna, porque la poderosa nobleza castellana siguió actuando en su contra para debilitar el poder real. Ese grupo consiguió atraer a su causa al príncipe heredero, el futuro Enrique IV, y a la segunda esposa del rey, Isabel de Portugal, quien actuó ante su marido para conseguir que fuera juzgado por los abusos cometidos y por unos asesinatos al parecer ordenados por él, lo que finalmente le llevaría al patíbulo, pero el rey solo le sobreviviría un año.

Paralelamente a estos enfrentamientos entre facciones de la nobleza se produjeron sublevaciones de campesinos contra sus señores feudales, como la de los Irmandiños en Galicia dirigidos por el hidalgo Ruy Sordo; el movimiento, después de algunos éxitos iniciales fue aplastado por el señor de Ferrol.

De esta etapa tan convulsa, que solamente sería superada en el reinado siguiente, aparecen integrados en el Libro de los Privilegios dos documentos, uno confirmando al concejo de Santa Cruz la propiedad de la dehesa del Robledo, lo que indica que aún había problemas de límites con poblaciones vecinas, y otro con tres partes, una dada por el maestre Don Enrique de Trastámara, el belicoso primo del rey, y otra por el cabildo de la Orden, ambas en el mismo sentido, pues recogen sentencias sobre problemas de explotación de montes y dehesas con Villatobas y Ocaña. Entre ambas una tercera que es un reconocimiento de los privilegios anteriores por el cabildo de la Orden.

ENRIQUE IV

El reinado de este monarca no pudo ser más desventurado; envuelto personalmente desde muy joven en intrigas contra Don Álvaro de Luna, fue, desde que accedió al trono, una marioneta de los nobles más ambiciosos de Castilla: el marqués de Villena, Juan Pacheco; su hermano Pedro Girón; la poderosa familia de los Mendoza (especialmente Diego Hurtado de Mendoza, duque del Infantado; Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, y Pedro Gómez de Mendoza, el llamado Gran Cardenal de España), y el arzobispo de Toledo Don Alonso Carrillo , quienes, unas veces a favor de Enrique y otras en su contra, intentaron gobernar Castilla a su antojo y a favor de los intereses de la nobleza oligárquica, sin sonrojarse lo más mínimo al cambiar de bando cuando el rey no se dejaba manejar o se producía algún cambio en su particular tablero de ajedrez.

La mala imagen que la Historia dejó de Enrique IV se la debemos en gran parte a las intrigas, calumnias y medias verdades generadas por algunos de estos personajes, y por los cronistas del reinado siguiente, el de los Reyes Católicos, quienes, para ensalzar más a sus reyes, denostaron a Enrique. Se ha dicho de él que era un enfermo, un displásico eunucoide (el Dr. Marañón) e impotente, para colgarle la leyenda de que Juana no era hija suya. Sin embargo Enrique IV, dentro de esa navegación por mares muy turbulentos que fue su reinado, tuvo iniciativas acertadas, que no fructificaron: intentó reanudar una guerra de desgaste contra el reino de Granada, como harían luego los Reyes Católicos, a fin de atraerse y conciliar a la nobleza, pero no contó con el apoyo de aquellos que veían más futuro en la intriga que en la guerra.

Sin embargo Enrique IV, dentro de esa navegación por mares muy turbulentos que fue su reinado, tuvo iniciativas acertadas, que no fructificaron: intentó reanudar una guerra de desgaste contra el reino de Granada, como harían luego los Reyes Católicos, a fin de atraerse y conciliar a la nobleza, pero no contó con el apoyo de aquellos que veían más futuro en la intriga que en la guerra. En las cortes de Toledo de 1462 fue aprobada la reserva de la tercera parte de la producción lanera para el abastecimiento de la industria textil castellana, medida que hubiera desarrollado la industria, pero contó con la oposición de los grandes productores de lana, la nobleza terrateniente y los órdenes militares, quienes conseguían pingües beneficios con la exportación. Otro acierto de su reinado, que desagradó a la gran nobleza, fue que el rey buscara sus más estrechos colaboradores entre personas de poca relevancia social (conversos, baja nobleza o juristas formados en la universidad), como Lucas de Iranzo, Gómez de Cáceres y Beltrán de la Cueva. Estas medidas contenían en definitiva un criterio bastante moderno del Estado, en pugna con el Estado feudal.

Esa forma suya de pensar y actuar le hizo ganarse adversarios y enemigos entre la alta nobleza nada más comenzar su reinado; sin embargo consiguió salir adelante y ganar prestigio entre las clases menos poderosas, dentro y fuera de Castilla, hasta el punto de serle propuesto el principado de Cataluña por los sublevados contra Juan II, el primo de su padre que tanto había apoyado a sus enemigos y padre a su vez de Fernando el Católico, pero Enrique no aceptó la oferta.

La etapa más difícil y caótica de su reinado comienza hacia 1463, cuando la coalición formada por los nobles, a la que se había unido el Marqués de Villena, desplazado de su máxima confianza en la corte por Beltrán de la Cueva, y quien alimentó una de las principales leyendas negras contra el rey difundiendo la idea de que Juana era en realidad hija de Don Beltrán, comenzando a llamarla “la Beltraneja”.

El rey había comenzado su período de amistad con don Beltrán al que había traspasado el maestrazgo de la Orden de Santiago que él mismo ostentaba desde su llegada al trono, y en esa situación intentaba gobernar al margen de los deseos del partido nobiliario y, aunque cedió ante algunos de sus deseos, las exigencias fueron subiendo de tono y no fueron suficientes para las ambiciones de los nobles, por lo que la facción más radical decidió destronarlo y nombrar en su lugar a su hermanastro Alfonso, que contaba 12 años de edad, en la llamada Farsa de Ávila (1465). Por fortuna el rey contó con el apoyo de los Mendoza y de casi todos los concejos, cansados del estado de anarquía establecido en Castilla. La formación entre las ciudades de la Hermandad General como fuerza armada para protegerse del desorden y la victoria de las tropas fieles al rey sobre sus oponentes cerca de Olmedo, permitieron a Enrique salir airoso de la situación, pero al no tomar medidas represoras contra sus enemigos el problema quedó latente.

En 1468 murió el infante Alfonso, a quien Enrique, ante la presión del partido nobiliario, había nombrado príncipe de Asturias cuatro años antes, desplazando en el orden sucesorio a su hija Juana. La oligarquía, que apoyaba al infante, puso su punto de mira en la princesa Isabel como candidata a la sucesión. Ese mismo año, Enrique firmó con su hermanastra el tratado de los Toros de Guisando, por el que Isabel fue nombrada princesa de Asturias, de nuevo en contra de los derechos de su sobrina Juana.

Pero un nuevo factor vino a cambiar las cosas en 1469: el matrimonio de Isabel con Fernando, príncipe heredero de Aragón, en contra de la voluntad de Enrique, hecho que supuso la ruptura del pacto de Guisando y el reconocimiento de su hija Juana como heredera de la corona castellana. Este acontecimiento supuso un giro de 180 grados en el juego de las alianzas y apoyos de la alta nobleza: la liga nobiliaria, con el marqués de Villena a la cabeza, se puso al lado de Enrique, mientras al bando de Isabel pasaron miembros tan destacados como los Mendoza, los Manrique y el arzobispo Carrillo. La situación planteaba de nuevo una guerra y ésta se desató plenamente al morir Enrique en 1474; también el marqués de Villena murió ese año, por lo que, el principal defensor de la causa de Juana fue su tío el rey de Portugal, Alfonso V, con el que contrajo matrimonio, al objeto de convertirse el portugués en rey de Castilla. La guerra entablada entre ambos duró hasta 1479, en que fue firmado el tratado de Alcáçovas que reconoció a Isabel y Fernando el trono de Castilla y a Portugal la soberanía de la mayor parte de los territorios del Atlántico que le disputaba Castilla, así como una cuantiosa indemnización de guerra.

También fueron importantes los conflictos sociales habidos durante el reinado de Enrique IV: las concesiones otorgadas a la nobleza provocaron movimientos antiseñoriales, aunque muy localizados. Muchas de esas concesiones dieron lugar a protestas en Cortes, como por ejemplo la presentada en las de Ocaña de 1469 solicitando el reintegro a la potestad real de las villas, ciudades y lugares concedidos a la nobleza. Los conflictos más graves fueron de nuevo en Galicia, donde los palacios fortificados de la nobleza eran para el pueblo símbolo de guarida de forajidos. Contra ellos se levantó la segunda guerra Irmandiña, en la que participaron junto al pueblo algunos miembros de la pequeña nobleza; en ella fueron destruidas más de cien fortalezas y fueron exigidas la devolución de tierras usurpadas por algunos nobles y la abolición de algunos tributos, pero finalmente las clases populares fueron abandonadas por los hidalgos y el movimiento sofocado y obligadas a restituir gran parte de lo destruido.

Otro polo de la conflictividad social estuvo en la hostilidad del pueblo contra los conversos; el número de éstos era considerable en Castilla desde los pogromos de 1391 y las explosiones más graves de cólera popular contra ellos tuvieron lugar, además de la de Toledo de 1449, en Córdoba en 1473, desde donde se extendieron a todo el valle del Guadalquivir y a la Meseta.

Los documentos del Libro de Privilegios de Santa Cruz fechados durante este reinado son muy elocuentes del contexto político-social en que se produjeron. Se aprecia en ellos la pugna entre la autoridad real y los nobles que, con más o menos respaldo de su grupo, tratan de escamotearla. La intromisión de los alcaldes mayores de Ocaña en asuntos judiciales de Santa Cruz, pese al privilegio concedido por la corona prohibiéndolo, dio lugar a los tres documentos recogidos en el libro: la confirmación en 1454 del privilegio otorgado por Don Álvaro de Luna y las dos sobrecartas, una de 1459 y la otra de 1474. Estos documentos son fiel reflejo de la búsqueda de la protección real ante los abusos de los nobles. Todo ello teniendo en cuenta que en esas fechas el maestrazgo de Santiago lo ocupaba el propio rey (entre 1454 y 1462) o personas de su máxima confianza, como Juan Pacheco, el controvertido marqués de Villena, quien en 1474 tenía como adversarios en la zona a los Manrique: Don Rodrigo, el padre del poeta Jorge Manrique, quien le sucedería en el maestrazgo de la Orden, y Gabriel, conde de Osorno y comendador mayor de Castilla, con sede en Villarejo de Salvanés, y posible fundador de Villamanrique de Tajo, siendo en 1480 comendador de Viloria.

LOS REYES CATÓLICOS

El reinado de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón supone un hito en la Historia de Castilla y de España. La historiografía moderna encontró en el año 1492 el momento para considerar terminada la Edad Media y dar principio a la Edad Moderna. Muchos son los factores que apoyan ese criterio, tanto en el orden interno como en el internacional.

En la Europa de la época podemos destacar tres factores que indujeron el cambio generador del mundo moderno:

- El cambio de tendencia económica después de la crisis bajomedieval cuyo resultado más explícito fue la consolidación e internacionalización del mercantilismo como vanguardia económica, y con ella el fortalecimiento de una clase social, la burguesía, base fundamental de la nueva sociedad, en la que su poder y prestigio se irá imponiendo en pugna con el estamento otrora poderoso de la nobleza.

- En relación con lo anterior se encuentra un proceso de cambio geoeconómico: la ruptura del eje mediterráneo, dominado por las repúblicas italianas y especializado en productos orientales de alto valor, tras la caída de Constantinopla en poder del imperio turco otomano en 1453, y el consiguiente desplazamiento de la mayor parte de la economía mercantil europea al Atlántico, donde Portugal y España llevaron la iniciativa con las exploraciones de búsqueda de una ruta hacia oriente para restablecer el comercio de las especias y sedas tan cotizadas. Los portugueses lo hicieron siguiendo la costa africana y los españoles, a iniciativa de Colón, por el oeste hasta llegar a América en 1492. Ambos descubrimientos cambiarían radicalmente la situación y las bases del comercio mundial.

- Otro cambio de enorme importancia se produjo en la cultura, entendida en su sentido más amplio: cambio en el modelo de pensamiento filosófico, religioso, político y artístico. Al socaire de este cambio reaparece la cultura clásica greco-romana, con su modelo de pensamiento humanista racional, que da lugar a una sociedad más laica; al nacimiento de la ciencia moderna; a la aparición de una nueva forma de gobierno: la monarquía autoritaria luego transformada en monarquía absoluta, y a una profunda trasformación estética cuyo resultado a medio plazo sería el llamado “Siglo de Oro” de la cultura española.

En este contexto internacional se desenvuelve el reinado de los Reyes Católicos y sus sucesores con los consiguientes avances y retrocesos acaecidos durante los siglos XVI al XVIII, pues si bien el siglo XVI fue para España en su conjunto de avances económicos, demográficos, políticos y culturales, el XVII constituye un período de fuerte decadencia en lo económico y demográfico y el afianzamiento de la monarquía absolutista, y en el XVIII se produce cierta recuperación de la economía y de la población junto a la implantación de un nuevo estilo político: el despotismo ilustrado.

Cuando en 1474 murió el rey Enrique IV, el panorama de la corona de Castilla no podía ser más complicado; después de más de un siglo de guerras intermitentes entre los grupos de la nobleza más privilegiados y los reyes que intentaban restablecer su poder sobre esos grupos, la llegada al trono de Isabel y Fernando, y su posterior afianzamiento, supone un hecho tan inesperado que nadie cuatro años antes hubiera apostado un maravedí a su favor.

Aunque Isabel había sido declarada heredera al trono en el tratado de los Toros de Guisando en 1468, al casarse ésta al año siguiente con el príncipe Fernando de Aragón en contra de la voluntad de Enrique, el rey consideró roto el pacto y volvió a declarar heredera a su hija Juana, cuyo apodo de la Beltraneja le había sido puesto por Juan Pacheco, el marqués de Villena, uno de sus más firmes defensores en ese momento. Además de Pacheco, el bando partidario de Juana se nutría de otros miembros de la nobleza más poderosa, y muchos de los que militaban en el bando de Isabel, lo hacían con la esperanza de poderla manejar en el trono, como habían hecho o pretendido con los reyes anteriores.

La guerra de sucesión estaba planteada antes de la muerte del rey Enrique, pero al producirse comenzó a intervenir otro protagonista, el rey Alfonso V de Portugal, tío y esposo de Juana, con la que contrajo matrimonio seis meses después de la muerte de Enrique IV con la intención de ser rey de Castilla. Aunque la guerra con Portugal se desenvolvió en áreas cercanas a la frontera, en el resto del territorio de Castilla los enfrentamientos entre partidarios y contrarios de Isabel fueron numerosos y prolongados.

Un episodio de esa guerra nos interesa aquí especialmente, la lucha en el norte de la Mancha y ribera media del Tajo entre el segundo marqués de Villena, Diego López Pacheco, a quien su padre había nombrado maestre de Santiago con el consentimiento de Enrique IV, y varios miembros de la familia Manrique: Gabriel, conde de Osorno y comendador mayor de Castilla, y Rodrigo, padre del poeta Jorge Manrique, quien había sido elegido Maestre por una parte del cabildo de la Orden reunido al efecto en Uclés (para más detalles sobre este episodio v. biografía de Alonso de Cárdenas).

Después de haber triunfado Isabel y sus partidarios en las batallas de Toro (1 de marzo de 1476) y de Albuera (24 de febrero de 1479) la guerra terminó ese mismo año con la firma del tratado de Alcáçovas, ratificado en mayo de 1480 en Toledo por los Reyes Católicos.

Entretanto se había producido la muerte de Don Rodrigo Manrique, que había compartido maestrazgo con Cárdenas y éste, repuesto en su cargo después de un paréntesis en que lo ocupó el rey Fernando, con la normalidad que gozaba la Orden una vez alcanzada la paz, confirmó a Santa Cruz sus privilegios en 1480.

Pero los Reyes Católicos después del triunfo en la contienda se encuentran con un ejército bien armado y enaltecido y se aventuran en otra guerra, la de Granada, que habría de durar diez años. Pero ya son dueños de la situación en Castilla y este hecho fue fundamental para la pacificación interna del territorio, después de siglo y medio de luchas, y el fortalecimiento del poder monárquico mediante reformas llevadas a cabo con la intervención de las Cortes o sin ella.

En ese sentido hay que destacar la implantación de la figura del virrey en la Corona de Aragón, que luego harían extensiva a otros territorios; la creación de una estructura de gobierno polisinodial, es decir, basada en el funcionamiento de un consejo general, el Consejo de Estado, y consejos especializados, como los territoriales (de Castilla, de Aragón, de Indias…) dentro de los cuales había otros especiales para asuntos más concretos, como el Consejo de Cruzada, Consejo de la Inquisición y el Consejo de Órdenes, en cuyo ámbito de actuación se encontraba Santa Cruz.

El control definitivo de las Órdenes Militares fue conseguido por los reyes a partir de sendas bulas de Alejandro VI (el “Papa Borgia”), una de 1493 concediendo la administración de las órdenes de Alcántara y de Santiago a Fernando el Católico a la muerte de Alonso Cárdenas, y otra de 1501 en el mismo sentido sobre la Orden de Calatrava.

La imposición de los corregidores, figura renovada y normalizada, representante permanente de la Corona establecido en las Cortes de Toledo de 1480, cuyas competencias definitivas fueron fijadas en una pragmática de 1500, fue una figura de nombramiento regio para los municipios mayores, que podían imponer su autoridad y criterio en los concejos, pues tenían, además de la facultad de presidirlos, iniciativa legal en materia de justicia, policía, hacienda, guerra, comercio y obras públicas. Esta figura política acaba o limita el carácter democrático que habían venido teniendo los concejos medievales y, en consecuencia, refuerzan la autoridad real.

En lo tocante al orden público, el brazo armado de corregidores y alcaldes fue la Santa Hermandad, cuerpo policial con tribunales propios para algunos delitos, costeado por los concejos, y establecido en 1476 mediante la unificación de las antiguas hermandades. A partir de entonces y hasta 1834 los ayuntamientos tienen a su servicio y cargo un cuerpo más o menos numeroso, en consonancia con sus recursos, de cuadrilleros que detienen sospechosos, trasladan presos o simplemente vigilan campos y caminos; el cuerpo era dirigido por un alcalde de la Hermandad que presidía el tribunal que juzgaba los delitos de su competencia.

Después de la conquista de Granada, la cuestión religiosa basada en “un solo pueblo, una sola fe” se impuso también con su secuela de horrores inquisitoriales y pérdidas económicas y demográficas. La expulsión de los judíos, que contaban con una destacada comunidad en Santa Cruz de la Zarza, la de los moriscos de las Alpujarras, la persecución de los conversos judíos o musulmanes, y la prerrogativa del “Patronato Regio” o facultad para proponer obispos a la Santa Sede, pusieron en manos de los reyes una maquinaria intolerante y bárbara que acabó con aquella era de convivencia de tiempos de Alfonso X autodenominado rey de las tres religiones. Estamos en otra era.

Simultáneamente a la reorganización del Estado, los Reyes Católicos acometen una política de expansión territorial en varias direcciones: anexión del reino de Navarra; en el Mediterráneo, Italia, en competencia con Francia, y varias plazas del norte de África, y en el Atlántico completan la conquista de Canarias y se inicia la expansión por América.

Con la paz se inicia también una etapa de cierta bonanza económica, pero sigue siendo esencialmente agrícola y ganadera, pues el comercio, motor de la economía de la época, está mayoritariamente en manos extranjeras, principalmente genoveses y flamencos, quienes también, junto a los alemanes, monopolizan el mundo de las finanzas desde la expulsión de los judíos. Es un momento igualmente favorable al crecimiento de la población que alcanza entre nueve y diez millones de habitantes en el conjunto de los reinos hispánicos.

El año 1494 los reyes, presidiendo el cabildo de la Orden de Santiago en Tordesillas, confirman los privilegios a Santa Cruz en un acto absolutamente formal y tradicional para una época de paz; lejos quedan ya las sentencias de los maestres antiguos por abusos de los comendadores o por incursiones de cazadores y leñadores furtivos; el principio de autoridad en el Estado funciona, es la normalidad establecida desde el Maestre Cárdenas, perpetuada desde entonces en ese sentido y propia de un Estado autoritario.

CARLOS I

Los Reyes Católicos habían establecido para España una unidad dinástica que estuvo a punto de fracasar. Esa unidad se hubiera fraguado con la inclusión de Portugal si hubiera vivido el príncipe Miguel de la Paz, heredero de Castilla y Aragón por herencia de su madre la princesa Isabel, hija mayor de los Reyes Católicos, y de Portugal por su padre el rey Manuel I, pero falleció con dos años de edad, el año 1500. Al morir la reina Católica en 1504, la heredera de Castilla y Aragón era su hija Juana (“la Loca”), pero su padre, Fernando el Católico, en 1505 contrajo matrimonio con Germana de Foix como maniobra de aproximación al trono de Navarra. En 1509 nació el único hijo de este matrimonio, Juan de Aragón y Foix, que de haber vivido lo suficiente hubiera heredado los tronos de Aragón y Navarra pero no el de Castilla; así se habría roto la unión dinástica. El príncipe Juan murió poco después de nacer y en consecuencia Juana siguió siendo heredera de Aragón y Castilla, y luego de Navarra por testamento de su padre.

En 1516, a la muerte de Fernando el Católico, Juana era teórica y legalmente la primera reina de España; no obstante había sido incapacitada para el gobierno y recluida en un convento de Tordesillas en 1509, primero por orden de su padre y después por orden de su hijo el futuro rey Carlos I de España, que fue el primero en ejercer realmente la soberanía sobre los reinos hispánicos en la teoría y en la práctica, a los que sumó la herencia recibida de su padre, Felipe de Habsburgo (“el Hermoso”), que le convertiría en emperador de Alemania como Carlos V.

No es extraño que en el Libro de los Privilegios de Santa Cruz de la Zarza no aparezca documento alguno del reinado de Juana I de Castilla, por su situación personal, ni de su marido Felipe I, ya que su regencia duró apenas dos años.

Desde la muerte de Isabel la Católica, en la corona de Castilla renacieron algunos de los antiguos fantasmas que habían envenenado la vida política en los siglos anteriores. La pugna entre el rey Fernando y su yerno Felipe el Hermoso por el control de Castilla, dada la incapacidad de la reina Juana, se tradujo en concesiones de privilegios a la alta nobleza por parte de Felipe, lo que suponía de facto una vuelta al encumbramiento de la oligarquía que había manejado los hilos del poder, especialmente bajo el reinado de Enrique IV, como el marqués de Villena o el duque de Medina Sidonia. Esta situación se prolongó después de muerto Felipe en 1506 con abusos cometidos por algunos nobles en Andalucía (duque de Medina Sidonia sobre Gibraltar y marqués de Priego sobre Córdoba) y en Galicia (conde de Lemos sobre Ponferrada), consistentes en apoderase de territorios pertenecientes a concejos desde hacía siglos. Fernando intentó reconducir la situación, pero las tensiones nobiliarias no desaparecieron y se acentuaron al morir el rey durante la regencia del cardenal Cisneros (23 de enero de 1516 a 8 de noviembre de 1517), y volvieron a plantar cara al joven Carlos, quien contaba la edad de 17 años cuando llegó a Castilla como rey.

Carlos se encontró un ambiente hostil hacia su persona; educado en Flandes (apenas hablaba castellano) y rodeado de una corte nutrida por personalidades extranjeras, entre las que se encontraba su preceptor, y futuro papa, Adriano de Utrecht, y algunos nobles castellanos exiliados en Flandes por haber apoyado a Felipe en la pugna con Fernando el Católico. Éste tampoco veía con buenos ojos que su nieto ocupara el trono de Castilla y prefería para ello a Fernando, hermano de Carlos nacido y educado en Alcalá de Henares, al que Carlos, tras su abdicación nombraría su sucesor en Alemania.

Esa situación era favorable a los intereses de la nobleza levantisca que, a base de intrigas palaciegas en torno a la reina Juana, y de aprovechar el descontento generado por el gobierno establecido por el rey y por la salida de éste hacia Alemania para ser elegido emperador, fue forjando un ambiente de tensión cuya culminación fue la guerra de las Comunidades de Castilla (1520-1522), guerra en la que además de los intereses políticos de algunos nobles, entraron en juego factores de índole social más modernos. Algunos historiadores ven en este episodio la última insurrección de carácter nobiliar; otros, un movimiento antiseñorial, y otros, lo tienen por una de las primeras revoluciones burguesas acaecida en Europa. Desde la complejidad de los hechos es posible sustentar esas posturas y quizás alguna más si incluimos en el mismo proceso el movimiento de las Germanías extendido por los reinos de Valencia y Mallorca por los mismos años.

El único documento existente en el Libro de Privilegios de Santa Cruz, correspondiente al reinado de Carlos I está fechado en 1523, recién terminada la Guerra de la Comunidades, que en Toledo tuvo uno de sus focos principales. Hay que ver en él una vuelta a la normalidad del poder restablecido. Ese mismo año Carlos había sido nombrado administrador perpetuo de las Órdenes Militares, mediante una bula pontificia de Adriano VI, el papa que había sido su preceptor durante diez años; favor con favor se paga.

Después de esa fecha, el gobierno de Carlos I discurre con pocos problemas internos en Castilla; ahora los problemas le vendrán del Imperio por la defensa armada del catolicismo frente a los protestantes, de las cuatro guerras contra Francia, de la guerra intermitente contra el imperio turco otomano en el Mediterráneo y el Danubio, y de la conquista de nuevas tierras en el Nuevo Mundo. Castilla ahora se convierte en la financiadora principal de todas esas guerras, con la ayuda de los metales preciosos que cada vez en mayor cantidad iban llegando de América, y esa práctica, heredada por sus sucesores, será una de las causas de su ruina y decadencia junto con la del “Imperio Hispánico”.

Otra fuente de financiación de las campañas militares de Carlos I estuvo en las ventas de bienes de las Órdenes Militares a personas laicas de la nobleza, convirtiendo con ellas poblaciones de señorío eclesiástico administrados por la Corona en señoríos laicos de corte medieval. Más que del territorio en sí, se trataba de la venta de la soberanía; esos territorios se convertían en feudos, en los que el comprador, nombrado generalmente conde o señor, tenía derecho a administrar justicia mediante el nombramiento de alcaldes y demás cargos municipales, a cobrar algunos de los impuestos correspondientes a la Corona (alcabalas y la tercia de los diezmos, por ejemplo), a disfrutar directamente de una parte del territorio como propiedad privada y otra compartida con el común de vecinos. Así sucedió por ejemplo en lugares tan destacados de la ribera del Tajo, como Oreja, Colmenar y Noblejas, que habían formado parte de la encomienda de Oreja, enajenados ahora de los bienes de la Orden de Santiago con autorización de la Santa Sede, al amparo de tres bulas, una de Clemente VII en 1529, por la que autorizaba la desmembración a perpetuidad de algunas villas, fortalezas, jurisdicciones de vasallos, montes, bosques y pastos, en una cuantía no superior a 40.000 ducados de renta, y otras dos de Paulo III en 1536 y 1539 confirmando la anterior. También afectaron estas desmembraciones y ventas a la Orden de Calatrava en el valle del Tajo; en 1538 fueron vendidas la encomienda de Almoguera al completo (Almoguera, Albares, Brea, Driebes, Mazuecos y Pozo de Almoguera) y el pueblo de Fuentenovilla de la encomienda de Zorita.

Con la misma finalidad recaudatoria ante la situación de necesidad extrema causada por las guerras, también fueron vendidos algunos de los llamados baldíos, terrenos de realengo o de las Órdenes Militares, cultivados o en erial para montes y pastos.

FELIPE II

El reinado de Felipe II constituye el período más relevante del Libro de Privilegios de Santa Cruz, puesto que la mayor parte de su contenido fue escrita en esa época: la primera parte es la recopilación de los privilegios antiguos, concedidos por maestres y reyes desde 1237 hasta 1523, y copiados en 1564; la segunda es el expediente de la compra por el concejo de Santa Cruz de la jurisdicción civil y criminal en primera instancia, además del pleito con el gobernador de Ocaña por incumplimiento de lo estipulado en el acuerdo de compra, y abarca una década, entre 1587 y 1597.

El reinado de este monarca, en cuyos dominios “no se ponía el sol”, constituye el momento de mayor pujanza del llamado Imperio Hispánico, pero también el comienzo de su declive: los problemas exteriores heredados de su padre, la manera de resolverlos a través de guerras continuas y en múltiples escenarios a la vez; la búsqueda de la mayor parte de la financiación para ellas en la sufrida y sumisa Castilla a través de las riquezas llegadas de América y otros recursos ya usados por el emperador Carlos, crearían un círculo vicioso transmitido como herencia a sus sucesores, los Austrias menores, que acabarían desangrando a Castilla y desbaratando un Imperio de bastante corta duración si se compara con otros históricamente dados.

Felipe II no heredó de su padre el territorio imperial europeo, pero sí heredó sus problemas: la defensa del catolicismo frente a los protestantes europeos e, incluso, los hispanos mediante la Inquisición, la rivalidad territorial con Francia por territorios italianos y otros situados en la franja fronteriza francesa ubicada entre los Alpes y los Países Bajos, y la defensa del la Cristiandad frente al Islam turco, constituyen otros tantos frentes de guerra y acciones de desgaste permanentes que requerían para su ejecución ingentes cantidades de dinero no siempre disponible a la hora de pagar.

Si a esto unimos algunos frentes nuevos como el abierto contra la Inglaterra de Isabel I, contra la naciente Holanda, contra la rebelión de los moriscos granadinos, y las acciones de conquista en tierras americanas y del Pacífico, no es casual ni azaroso que se produjeran varias quiebras económicas coincidiendo con campañas militares muy destacadas o posteriormente a ellas; son las tres bancarrotas declaradas en los años 1557 (año de la batalla de San Quintín contra Francia), 1575 (cuatro años después de la batalla de Lepanto contra los turcos) y 1596 (acumulación de deudas procedentes de las campañas contra los insurrectos holandeses y de la Armada Invencible contra Inglaterra).

Es cierto que Felipe II heredó de su padre una deuda cifrada en 20 millones de ducados, pero no lo es menos que dejó a su sucesor otra de más de 100, a pesar de haber reorganizado la Hacienda y haber conseguido multiplicar por cuatro los ingresos de la Corona durante su reinado, procedentes del aumento en la misma proporción de la presión fiscal y de los metales preciosos llegados de América, cuyo valor alcanzó cotas nunca antes ni después superadas.

En el terreno fiscal, Felipe II superó con creces los niveles anteriores en presión y recaudación al subir los impuestos existentes: la alcabala sobre el comercio de productos, el subsidio sobre tierras y rentas, la bula de cruzada y las “tercias reales”, consistentes en la percepción por la Corona de dos novenas partes de los diezmos que recibía la Iglesia, derecho que había sido reconocido provisionalmente a los reyes de Castilla en tiempos de Fernando III, y que alcanzó carácter definitivo por una bula de Alejandro VI a favor de los Reyes Católicos. A éstos se sumó la implantación de nuevos impuestos: el “excusado”, mediante el cual la Corona percibía íntegramente los diezmos que algunos grandes contribuyentes debían satisfacer a la Iglesia, y los “millones”, impuesto de consumo sobre seis productos (vino, vinagre, aceite, carne, jabón y velas) cuyo objetivo era recaudar ocho millones de ducados al año durante seis años.

Pese a todas esas piruetas y malabares fiscales y al ingreso de los metales americanos, la Hacienda de Felipe II hubo de acudir a otras fuentes de ingresos. Una fue la venta de baldíos y señoríos de las Órdenes Militares a señores laicos, medida ya adoptada por su padre y amparada por varias bulas papales; otra, la incorporación a la Corona y posterior venta de bienes eclesiásticos de obispados y monasterios, y la otra, que afectó de lleno a Santa Cruz, fue la retirada de la jurisdicción civil y criminal en primera instancia a todos los pueblos de las Órdenes Militares que no fuesen cabeza de partido, para después vendérsela por una suma cuantiosa.

En el primer caso nos encontramos un pueblo vecino de Santa Cruz, Villamanrique de Tajo, nacido hacia 1480 en la encomienda de Viloria, cuyo desmembramiento supuso la incorporación a Villarrubia de la parte situada en la orilla derecha del Tajo (Viloria y Villahandín) y la individualización de un pequeño término para Villamanrique, vendido a Doña Catalina Lasso de Castilla en 1573, cuyos herederos alcanzarían título de condes en el siglo siguiente. También se vieron afectados en esa época por este tipo de venta pueblos no lejanos de Santa Cruz como Mora (1568), El Acebrón y Villarubio (1579), pueblos mucho mayores que Villamanrique y consecuentemente más rentables. Otras villas y ciudades se obligaron a pagar ciertas cantidades al rey a cambio del compromiso de no ser vendidas a particulares, preferían los posibles abusos del rey a los seguros abusos del noble comprador.

El caso de la venta de jurisdicción es distinto y se parece más a una maniobra de trilero que a un acto de “buen gobierno”. No podemos saber si fue una artimaña con afán recaudatorio premeditado o no, pero lo cierto es que a posteriori así parece.

Considerando que en las enajenaciones territoriales de antiguos señoríos de las Órdenes Militares, obispados o monasterios quedaba implícita la venta de la jurisdicción, y que en esas poblaciones la justicia en primera instancia la ejercía el señor a través del alcalde nombrado por él y ayudado por regidores, alguaciles y escribanos también nombrados por el señor, no es comprensible que se despojara de la jurisdicción en primera instancia a los pueblos de las Órdenes Militares, con el pretexto de evitar arbitrariedades por parentesco, conocimiento o amistad entre jueces y acusados, para concentrar la administración de justicia en las cabezas de partido.

Ese argumento, esgrimido en el preámbulo de la Real Cédula de 8 de febrero de 1566 por el que se retiraba la jurisdicción civil y criminal en primera instancia a los pueblos de las Órdenes Militares, transcurridos unos años de indigencia del Estado, se considera erróneo y se inicia una marcha atrás, pero no una vuelta simple al modelo anterior, sino que, dada la precariedad, se procede a la venta de ese derecho que habían venido disfrutando los pueblos desde hacía siglos.

No fueron pocos los pueblos afectados por estas medidas, y lo fueron, con respecto a la Corona de Castilla, en aquellas zonas en que los señoríos de las Órdenes ocupaban más territorios: La Mancha, Extremadura y Andalucía. Bernabé Chaves, en su “Apuntamiento Legal sobre el dominio solar de la Orden de Santiago en todos los pueblos”, publicado hacia 1719, dice así: “… por Cédula de 1566 se habían reducido a gobernaciones todos los pueblos de la Orden; después por otra de 28 marzo de 1587 se comisionó a Don Fernando del Pulgar que se la volviesen las primeras instancias, haciendo algún servicio; y así de esto, como de los Regimientos perpetuos, es ciertísimo, que por entonces se sacaron, y después acá se han percibido mucho mayores sumas para el Real Erario, que en el resto de todo el reino; pues apenas ha quedado pueblo de las órdenes que no haya hecho los referidos servicios…”.

El último episodio de este desafortunado proceso es el pleito que hubo de iniciar el Ayuntamiento de Santa Cruz contra el gobernador de Ocaña por incumplimiento de lo establecido en el privilegio comprado al rey; parece como si otra vez los demonios medievales del abuso de los poderosos sobre los débiles se hubieran despertado saltándose las normas establecidas, en un momento de enormes dificultades económicas para España y con un rey anciano y exhausto. Pero ya no era la Edad Media, el Estado funcionaba por encima de las arbitrariedades que pudieran cometer algunos funcionarios, y la justicia se impuso desde la Real Chancillería de Granada, en cuyo territorio de competencia se ubicaba Santa Cruz debido a su situación al sur del Tajo, línea que dividía el territorio entre ésta y la de Valladolid.

LOS AUSTRIAS MENORES

Desde la muerte de Felipe II ya no hay nuevos privilegios concedidos a Santa Cruz, los documentos posteriores a 1598 son todos ellos secuelas del privilegio comprado por el municipio en el reinado anterior; se trata de actas de presentación del derecho de jurisdicción en primera instancia a los Gobernadores del partido de Ocaña que se incorporan a su cargo y/o visitan Santa Cruz, dentro de las competencias que el documento de compra les tenía reservadas. Son, por consiguiente, escritos rutinarios que nos informan de la más absoluta normalidad dentro del funcionamiento de los organismos institucionales; el Estado Moderno ha alcanzado su etapa de madurez. No cabe ver en ellos los vaivenes de la vida política o económica como sucedía con los documentos anteriores. Pero eso no significa que España fuera una balsa de aceite pues no lo era ni en el ámbito interno ni en el internacional.

Desde comienzos del nuevo siglo, la decadencia, cuyas bases económicas se habían plantado en el anterior, es un hecho palpable. Los tres grandes males de las sociedades medievales resurgen de nuevo con fuerza: la guerra (que era omnipresente), el hambre y la peste, coincidiendo con unos monarcas que apenas actuaban en su ejercicio del poder y dejaban el gobierno en manos de validos, algunos de ellos más ambiciosos que capaces de afrontar la situación a la que se enfrentaban.

Felipe II había dejado un Estado en bancarrota, con una deuda superior a los 100 millones de ducados, una economía interna maltrecha por asfixia fiscal y una inflación galopante por la llegada del oro y la plata americanos, que entraban por el puerto de Sevilla y salían hacia las arcas de los banqueros europeos, y, por si fuera poco, el mismo año de su muerte se declaró una epidemia de peste que llegó por los puertos del Atlántico, causó gran mortandad en Galicia , Asturias y Vizcaya, y desde allí avanzó hacia la Meseta, sobre una población mal alimentada por una cosecha catastrófica.

Se estima en un 10% la mortalidad sobre la población castellana; si a ello unimos el impulso de la emigración hacia América, el panorama no podía ser menos favorable al desarrollo de la población. La peste fue una constante durante gran parte del siglo, con oleadas sucesivas que alcanzan su máximo en 1647-1650, período en que, venida de África, penetró por los puertos del Mediterráneo, con especial incidencia en Sevilla (50% de la población) y Valencia, desde donde también llegó al interior. Así mismo fueron cíclicas las crisis de subsistencia por malas cosechas (1606-1607, 1615-1616 y 1631-1632); como consecuencia de ambos factores, sumados a la emigración y las guerras hubo un descenso demográfico muy intenso especialmente, además de en Sevilla, en núcleos urbanos del centro peninsular. Muchas de las ciudades y villas perdieron la mitad de los habitantes que tenían menos de cincuenta años -es el caso de Segovia, Medina de Rioseco, Ávila, Salamanca, Toledo y Badajoz-, y otras sufrieron pérdidas mayores, como Valladolid, Medina del Campo, Palencia, Burgos y Cuenca.

No obstante, a pesar de este panorama tan negativo, no hay que olvidar que este siglo y el final del anterior forman el Siglo de Oro de la cultura española en todos los campos, pero baste recordar aquí las grandes figuras de la Literatura (Cervantes, Rojas, Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina…), de la pintura (El Greco, Velázquez, Ribalta, Ribera, Zurbarán, Murillo, Valdés Leal…) y de la escultura (Martínez Montañés, Alonso Cano, Juan de Mesa, Pedro de Mena, Gregorio Fernández…)

El reinado de Felipe III transcurrió con más pena que gloria. Se encontró una Europa más pacífica que la de su padre, lo que vino bien a su carácter bondadoso para conseguir la “Tregua de los doce años” establecida con las Provincias Unidas de los Países Bajos, pero el rey viviría lo suficiente para ver de nuevo la guerra en ese escenario demasiado alejado para un ejército que en tierra aún no tenía rival, los tercios, y por ende demasiado costoso.

El rey hizo dejación del poder y puso el gobierno en manos del todopoderoso duque de Lerma, hombre de gran ambición y habilidoso para su enriquecimiento personal, pues desde su cargo de gobierno supo manejar el tráfico de influencias, el nepotismo y otras formas de corrupción como la venta de cargos de la administración del Estado e incluso la especulación con terrenos y edificios de Valladolid, adonde llevó la capital de España por un período de cinco años. Fechorías éstas y otras que luego pagaría con la vida su hombre de confianza, Don Rodrigo Calderón, porque él, cuando se vio acorralado por las pesquisas acerca de la red de corrupción que lideraba, solicitó a la Santa Sede el capelo cardenalicio y le fue concedido en 1618; el rey le permitió retirarse a su ciudad de Lerma donde murió en 1625. La picardía popular hizo correr por Castilla esta copla sobre el duque: “Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España, se vistió de colorado”.

Este valido cuenta entre sus actos de gobierno dos más destacables: el primero, la firma de la Tregua de los doce años, que tuvo unos efectos positivos sobre la nación, y el segundo, la expulsión de los moriscos que, en un arranque de emulación de los Reyes Católicos, causó efectos muy negativos especialmente en la agricultura de regadío donde eran los mejores especialistas; en un quinquenio (1609-1614) fueron expulsadas unas 300.000 personas del reino de Valencia, de Aragón y de Andalucía, aproximadamente un 4.5% de una población que ya andaba corta de recursos humanos.

Felipe IV llega al trono casi en las mismas condiciones socioeconómicas que su padre, pero con un agravante mayúsculo: de nuevo la guerra en Europa, en la que esta vez se concitan en un mismo escenario todos los enemigos de su abuelo. Es la Guerra de los Treinta años (1618-1648) en la que España, en una situación económica y social calamitosa, se desangra en guerra contra Holanda, Francia y los luteranos centro europeos, aliada al Imperio austriaco y hostigada en los mares por Inglaterra.

El rey a imitación de su padre y de carácter abúlico como él, deja el gobierno en manos de su valido el conde-duque de Olivares, hombre tan ambicioso como su predecesor el de Lerma, pero con más escrúpulos acerca de la riqueza, que no necesitaba por ser miembro de una de las familias más poderosas de España. Fue un hábil político imbuido de un fuerte nacionalismo español que le llevó a seguir los pasos de Carlos V en su política europea y a intentar afianzar un estado más centralista, en el que todos los reinos de la corona se rigieran por las leyes de Castilla, para poder hacer frente a la guerra sin las trabas económicas que le planteaban los demás reinos. El intento no pudo ser más negativo.

Aunque al principio tuvo algunos éxitos en la política europea, como la campaña de Spínola en Flandes, finalmente el ejército francés derrotó estrepitosamente a los invencibles tercios españoles en Rocroi (1643), y desde entonces España se batió en franca retirada en el escenario europeo hasta que en 1648 fue firmada la Paz de Westfalia, que supuso el relevo en la hegemonía europea de España por Francia, pero la paz definitiva con Francia no llegó hasta 1659 al firmar la Paz de los Pirineos.

El experimento de centralismo, Unión de Armas, también fracasó, pues fue el detonante de la sublevación de Portugal, que terminó en independencia, de la insurrección separatista de Cataluña con la luctuosa jornada del Corpus de Sangre en Barcelona (7 de junio de 1640), de movimientos nacionalistas populares en Navarra, Sicilia y Nápoles, y de un conato nacionalista en Andalucía de carácter nobiliar liderado por el duque de Medina Sidonia y el marqués de Ayamonte.

A la muerte de Felipe IV, la decrepitud del país se une a la de su nuevo monarca, Carlos II “El Hechizado”. Tenía cuatro años de edad por lo que se estableció la regencia en la persona de su madre, Mariana de Austria, asistida por un Consejo de Regencia, y “regida” a su vez por su confesor, consejero y acompañante desde que llegó de su Viena natal, el padre Nithard, quién actuó como valido, después de haber sido nombrado Inquisidor General, con autorización expresa de la Santa Sede, cargo que le permitía ser miembro de la Junta de Regencia establecida por Felipe IV en su testamento.

El deplorable estado físico de Carlos, producto de lo que Marañón llamó “bárbara consanguinidad”, le hicieron acreedor de su apodo y víctima de múltiples enfermedades y de una esterilidad que le privaría de herederos directos, hecho que a su muerte desencadenó un grave conflicto: la Guerra de Sucesión española (1700-1714).

El valimiento de Nithard no duró más allá de tres años, tiempo durante el cual se volvieron a desatar los fantasmas que se habían agitado durante las regencias de la Baja Edad Media, es decir, las intrigas y pugnas de los poderosos por hacerse con el control del gobierno. Nithard, al ser extranjero, no contaba con un grupo de apoyo entre los miembros de la nobleza cortesana que le veían como un advenedizo y con poca capacidad para resolver los graves problemas del Estado; se granjeó más las antipatías de esos grupos y del pueblo en general al ser el promotor del Tratado de Lisboa, que reconocía la independencia de Portugal, al intentar una modificación de los impuestos y al tomar una medida tan impopular como fue la prohibición del teatro. En esta situación, fue ganándose enemigos hasta ser destituido y alejado de la corte como embajador en Roma en 1669.

El encumbramiento de Nithard fue acompañado de la marginación por parte de la reina de Don Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV y la actriz María Calderón, quien desde su reconocimiento como hijo por el rey había tenido una buena formación cultural y militar y ocupado puestos de gran responsabilidad en la milicia y el gobierno: en Nápoles y Sicilia, gobernador de los Países Bajos, virrey de Cataluña y capitán general en Portugal. Don Juan fue líder de una de las facciones conspirativas que intentaban destituir a Nithard; al ser descubierto hubo un intento de detención que le obligó a refugiarse en Cataluña, desde donde acudió a Madrid con una fuerza armada obligando a la reina a destituir a su valido.

Sin embargo don Juan no accedió al cargo de confianza de la reina y quedó en Zaragoza como vicario general de la Corona de Aragón; ésta busco otro valido en la figura de Fernando Valenzuela, palafrenero y confidente de la reina, conocido como el “duende de palacio”, a cuyo alrededor se formó una camarilla de apoyo a la reina.

Cuando Carlos II accedió al trono en 1675, a la edad de 14 años, quiso tener como consejero a su hermanastro don Juan José, pero la reina madre se opuso y consiguió mantenerlo alejado de la Corte y en compensación alejar también a Valenzuela en Granada. Pero éste regresó a Madrid a los pocos meses y volvió a ser el hombre de confianza de la reina, quien con artimañas políticas realizó cambios legales para alterar el sistema suprimiendo la Junta de Gobierno que auxiliaba al rey y dejando las riendas del poder en manos de Valenzuela.

En esta situación se produjo lo que Henry Kamen ha definido como el primer golpe de Estado de la historia moderna española, el motín de un grupo de los más poderosos exigiendo a la reina el alejamiento de su hijo, el encarcelamiento de Valenzuela y la designación de Don Juan José de Austria como principal colaborador del rey. Tras una marcha hacia Madrid con una fuerza de 15.000 hombres y acompañado de su grupo de valedores, en enero de 1677 fue nombrado primer ministro.

Desde este cargo don Juan actuó con prudencia y sabiduría, tratando de reconducir la difícil situación económica y política mediante una acción descentralizadora o “neoforalista” como la llamó J. Reglá pero la suerte no le fue propicia y, además de morir pronto (1779), su trienio de gobierno estuvo marcado por malas cosechas, un brote de peste, y la derrota ante Francia en la llamada Guerra de Holanda que acabó con la Paz de Nimega (1778).

Le sucedieron en el cargo de primer ministro el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa, quienes acometieron algunas reformas en cuestiones de comercio y moneda que, aunque no dieron el fruto deseado, abrieron nuevos horizontes a la manera de gobernar una nación con un inmenso imperio colonial de cuyo comercio se había beneficiado muy poco.

La falta de descendencia de Carlos II se convirtió a finales de su reinado en motivo de intrigas acerca de su sucesión, tanto en el ámbito nacional como en el europeo. Los aspirantes más próximo eran: Felipe de Anjou, de la Casa de Borbón, nieto del rey Luis XIV de Francia y de María Teresa, hermana de Carlos II, apoyado por un grupo de la aristocracia nobiliar encabezado por el cardenal Portocarrero, y el archiduque Carlos de Austria, hijo de Leopoldo I y biznieto de Felipe III de España, apoyado por otro grupo cuyo líder era el embajador de Austria. En el testamento de Carlos II quedó dispuesto que fuese Felipe de Anjou el sucesor, pero el otro aspirante, contando con el apoyo de una coalición internacional contraria a la aproximación España-Francia, no aceptó la designación y quiso tomar el poder por la fuerza originando la Guerra de Sucesión.

FELIPE V

Llegó al poder tras una cruenta guerra que duró 14 años (1700-1714) complicada en un conflicto internacional. España se dividió en dos bandos: de una parte, la Corona de Castilla partidaria de Felipe y apoyado por la Francia de Luis XIV, la nación hegemónica del momento, y, de otra, la Corona de Aragón partidaria del archiduque Carlos, apoyado por una coalición formada por Inglaterra, Holanda y Austria, a la que se unirían Portugal y Saboya.

Felipe llegó a Madrid en febrero de 1701 como nuevo rey de España, iniciando el reinado de la dinastía Borbón, pero en el transcurso de la guerra tendría que abandonar la capital dos veces por la llegada de su oponente en 1706 y 1710. En esas dos ocasiones la zona centro de la Península sufrió duros ataques con saqueos y destrucciones por parte de las tropas del archiduque, especialmente en el área comprendida entre Madrid, Guadalajara, Toledo (donde estaba la reina madre) y Cuenca, y desde aquí en dirección a Valencia. Hay constancia de su paso destructivo por la margen izquierda del Tajo en 1706; las tropas del archiduque llegaron por la vega del Tajuña a las inmediaciones de Aranjuez y desde allí atacaron pueblos indefensos como Colmenar de Oreja, donde se estableció un destacamento, Belmonte de Tajo, y Villamanrique donde saquearon la iglesia y destruyeron el archivo municipal.

La primera amenaza sobre Madrid terminó con la victoria de las tropas de Felipe en la batalla de Almansa en 1707, a consecuencia de la cual fue conquistada gran parte de los reinos de Valencia y Aragón y abolidos sus fueros mediante el decreto de Nueva Planta. La segunda amenaza terminó con la victoria de Felipe en las batallas de Brihuega y Villaviciosa (Guadalajara) en 1710, pero la guerra continuó cuatro años más. En 1711 murió el joven emperador de Austria, José I, por lo que la corona del Imperio recaía en su hermano el archiduque Carlos; en esa tesitura las naciones europeas que apoyaban su candidatura al trono de España se retiraron de la coalición y la nueva situación permitió a Felipe terminar ganando una guerra que había acabado con los tímidos indicios de recuperación de los reformistas de Carlos II. Las consecuencias políticas para los últimos territorios conquistados fueron las mismas que en 1707: abolición de los fueros de Cataluña y Mallorca mediante sendos decretos de Nueva Planta; con ellos se cerraba el nuevo Estado centralista y acababa una larga tradición de “Monarquía compuesta” con la que había nacido la Corona de Aragón, se había incrementado con la unión dinástica de los Reyes Católicos y había sido impulsada de nuevo por don Juan José de Austria bajo Carlos II para restañar la fisuras abiertas por la Unión de Armas del conde-duque de Olivares.

En los documentos conservados de esos años, añadidos al Libro de Privilegios de Santa Cruz, sorprende ver cómo a pesar de la difícil situación planteada por la guerra sigue habiendo una normalidad institucional en el terreno jurídico; los gobernadores de Ocaña siguieron visitando Santa Cruz (1702, 1706, 1709 y 1712) y acataron el privilegio de Felipe II de 1587 y su sobrecarta de 1597.

Lo demás de ese largo reinado (1700-1746, salvo el paréntesis de Luis I en 1724) fue un período de cierta recuperación económica, importantes reformas administrativas y nuevas guerras internacionales en alianza con Francia establecida en los “Pactos de Familia”.

En el campo de la administración hay que resaltar la creación de las intendencias, ocupadas por representantes del rey con funciones económicas (recaudación fiscal, protección de reales fábricas, fomento del comercio y de la agricultura, etc.), la dotación de puestos relevantes de la administración con personas de valía personal sin considerar su estamento social, modernización de las técnicas administrativas desarrolladas por profesionales.

Para la recuperación económica fue importante la potenciación del mercantilismo, tarea en la que fue determinante la labor de José Patiño, intendente general de la marina, desde cuyo cargo trabajó por la recuperación de la armada española y en especial de la “Flota de Indias”, elemento indispensable para fomentar el comercio y proteger la llegada de los metales preciosos americanos. Otro elemento, fue la protección aduanera e industrial con la creación de reales fábricas.

También hubo renovación cultural. La construcción del palacio real de Madrid y del de La Granja, fue el motor de un cambio en la artes que atrajo a artistas extranjeros y españoles durante muchos años; la renovación de la enseñanza que pasó a ser controlada por el Estado; la creación de los colegios mayores, algunos dedicados a las ciencias aplicadas, y la creación de las academias (de la Lengua, de la Historia, de Bellas Artes, etc.).

Hemos entrado en una nueva era, la del centralismo político y el reformismo ilustrado, que en España alcanzaría su cima con Carlos III. Y en lo que atañe a los privilegios de Santa Cruz, el final de un sistema jurídico que permitía a algunos pueblos mantener jurisdicción en primera instancia pues las reformas borbónicas acabarían con esa tradición y concentrarían los tribunales en las cabezas de partido -había que desplazarse a Ocaña- pero los caminos eran mejores que en tiempos de Felipe II.

FIN DEL DOCUMENTO DE CONTEXTO HISTÓRICO